lunes, 20 de febrero de 2012

Vicio atezado

     Mi flequillo se mecía con la fría y húmeda brisa de la noche, la misma brisa que murmuraba entre los árboles y hacía mover las hojas de las copas. Metí la mano en el bolsillo y saqué de él un pequeño paquete rojo, con letras ininteligibles aún con la luz de la luna bañándolo de pleno; sólo se podía apreciar una gran palabra en letras negras: Marlboro. La abrí cuidadosamente, procurando que el fino material del que estaba hecho no sufriera daño alguno, ya que albergaba un bien demasiado precioso para mi como para exponerlo al exterior. Una vez abierta la cajetilla, extraje cuidadosamente un cigarro con los dedos índice y pulgar, a fin que el resto permanecieran intocables, vírgenes, hasta que les llegase la hora de sucumbir. Deslizándolo muy despacio, mis oídos captaban el sonido del roce, un sonido con el que estaba muy familiarizado y que era la antesala del placer.

     Me acerqué paulatinamente la boquilla a los labios y la sujeté cuidadosamente mientras rebuscaba el mechero en mi otro bolsillo. Una vez encontrado, lo puse a la altura del extremo del cigarro y con la mano con la que no lo sujetaba protegí la frágil llama del aire, que aunque fuese imperceptible, hacía danzar con extrema facilidad el fuego. Una vez entró en contacto el blanco papel del cigarrillo con el anaranjado fuego, aspiré dulcemente y la incandescencia brillante comenzó a trepar hasta que se detuvo cuando dejé de coger aire.

     Con los dedos índice y corazón, sujeté por la fina línea que separa ambos colores y lo alejé de mi boca, dejando caer el brazo mientras el humo acariciaba primero mis dedos y luego el resto del brazo. Repetidas veces me acercaba a la boca el pequeño cilindro y, con un largo y profundo suspiro, absorbía todo el humo que manaba del pequeño filtro de algodón terroso y lo introducía en mí hasta la garganta. Luego, calmadamente y tras repasar el regusto aristoso del humo, lo expulsé con un hondo y largo suspiro que me tranquilizaba y me calmaba hasta límites insospechados.

     Después de repetir este ritual las suficientes veces llegué hasta el fin del placer, cuando el fulgor rojizo llegaba ya hasta la trabajada caligrafía de la conocida marca de tabaco, donde el gusto cambia absolutamente y comienza a percibirse el basto sabor del fuego y la ceniza en estado puro. Di la última calada profundamente, y con una sonrisa fui expulsando todo el humo que guardaba en la boca mientras lanzaba con fuerza la colilla aún encendida contra el suelo y posteriormente la pisaba con fuerza.

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