lunes, 19 de noviembre de 2012

Adiós, Luís Martín

El siguiente texto no son más que unas pocas líneas a modo de despedida hacia un profesor que se ha jubilado recientemente en mi instituto (y hacia el que tenía un gran respeto y admiración). 


     A lo largo de todos estos años como estudiantes hemos tenido muchos profesores, algunos mejores que otros, pero está claro que sólo unos pocos permanecerán en nuestra memoria. Un profesor no es sólo aquél que instruye en una materia, también pone a nuestra disposición su experiencia y sus conocimientos para formarnos como personas y poder así hacer frente a lo que nos depare el futuro. La física no es una asignatura fácil, ni tampoco algo que entienda todo el mundo, pero personas como tú la hacen más sencilla y cercana, con tu pasión, tu vocación y, en definitiva, tus ganas de hacernos ser mejores tanto en los estudios como en la vida real: nuestra futura vida real. Sabemos que educarnos puede resultar frustrante y algo agotador, pero con tu empeño, casi nunca suficientemente valorado, y tu interés en formarnos, que a veces no sabemos ver, has hecho de nosotros grandes personas. Han sido muchos años de esfuerzos y trabajo duro, que aunque no han sido en vano, seguro que acaban cansando. No hemos sido los primeros, pero sí los últimos, y está en nuestras manos que te vayas con la satisfacción de que no has perdido el tiempo y nos has enseñado más de lo que nadie se puede llegar a imaginar. Es hora de que disfrutes muchos años más de una vida plena haciendo lo que te guste, quizás aprendiendo cosas nuevas, quizás relajándote y dejándote llevar, pero ten por seguro que siempre permanecerás con nosotros, vayamos donde vayamos y hagamos lo que hagamos. Permítenos ofrecerte un pequeño obsequio por tu gran labor, que aunque no podamos compensarte como te mereces, nos gustaría dejarte con un buen sabor de boca.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

El árbol

     La brisa acariciaba dulce y plácidamente las briznas de hierba de la colina verde. En lo más alto, en la cima, encabezando el montículo en mitad del prado había un árbol, un elegante y adusto árbol, haciendo las veces de atalaya y oteando el basto horizonte. Los rayos luminiscentes del sol chocaban contra todas y cada una de las hojas de este árbol, rezumantes de fresca fragancia y anhelantes de volar libres con los pájaros, surcando el cielo azul, salpicado de esponjosas y nevadas nubes. Proyectaba en el suelo una sombra, una agradable sombra, un oasis de somnolencia rodeado de la claridad de los despejados cielos. Esa sombra servía de alfombra a las frágiles y temblorosas flores, tan radiantes y coloridas como el arco iris cruzando los vientos, impasible pero flexible. Algunos tímidos roedores se atrevían a retozar colindantes al tosco tronco, entre los aromas de la madera musgosa y la hierba fresca, si preocuparse de posibles depredadores bajo la protección que brindaba el imponente árbol.