lunes, 13 de noviembre de 2017

Rocas nubosas

Como ver un océano. Un océano muerto, vacío, turbio, corrupto, negro, apagado. Pero un océano, al fin y al cabo. Una basta extensión de bruma sirve las veces de alfombra, bajo la que esa podredumbre se esconde del oteo y el sondeo. Un horizonte, más allá del cual se esconde aquello que jamás será descubierto. Denso y etéreo al mismo tiempo, una seda de acero peinando un relieve invisible. Y ríos como tentáculos de niebla, desplazando esa masa húmeda de una forma coreografiada, como si fuera un espectáculo ensayado tiempo atrás. Fuerza y debilidad en el movimiento, una mecánica orgánica y rocosa. Contemplar ese fenómeno es como mirar directamente al abismo.

Y esos colmillos afilados que escarpan de la putrefacción y se alzan, rebeldes, ante las caricias del humo blanco, connotando unas atalayas ciegas que sirven poco más que meros abalorios ante tal terrible visión. Un capricho de la naturaleza que contrasta con todo lo demás, con esa planície infinita la rebeldía del fondo abisal se palpa como la realidad, aquello bajo lo único que podemos hacer es admirar.

La bóveda que arropa esa irregular visión, azabache y profunda, mantiene fijados todos los elementos al lienzo multidimensional que forman un garbo tal como infinito es el espacio. Un recordatorio constante de la pequeñez, de la insignificancia que supone toda la obra. El mar infinito, los brotes naturales de la roca... y nosotros. Es complejidad aquello que nos llega, mas simpleza es aquello que vemos. Una uniformidad injusta que se atribuye a un escenario para nada uniforme. Una danza constante y arbitraria, que pone en movimiento la calma absoluta. Es... como ver un océano. Un océano muerto, vacío, turbio, corrupto, negro, apagado. Pero un océano, al fin y al cabo. Un océano pleno.