lunes, 24 de junio de 2019

La gran aventura de Al - Capítulo 6

Al y el cangrejo, ahora fusionados en un único ente, eran más poderosos de lo que Nadia ni nadie habría imaginado jamás. Podían ver a través del espacio y el tiempo, vislumbrar el espacio intramolecular, sentir todas las supernovas sucediéndose simultáneamente en todo el ancho y peso del universo y, lo más importante, lograr afinar un la sostenido con una cuchara y el reactor de un Boeing 737. Por desgracia, ninguna de esas asombrosas habilidades los salvaría de todos los topos con picos-metralletas que en ese momento estaban a punto de terminar con su miserable vida.

—¡Oye Al!
—¿¡Quién me está hablando!?
—Soy yo, el cangrejo radioactivo.
—Ah, entonces soy yo.
—¿Tú?
—Somos un único ente, lo pone arriba.
—Ah, es verdad, me he convertido en un único ente muy poderoso.
—Sí, y ahora que somos un único ente poderoso puedo crear un cataclismo que puedes aprovechar para librarnos de todos esos topos que me están molestándote y huir lejos, para así poder iniciar la gran vida que soñaste tiempo atrás.
—¿De qué diantres estoy hablando?
—Es hora de que ejecute el plan K.
—¿¡El plan K!? ¿Estoy seguro?
—Sí, podremos con ello, confío en mí.

Dicho y hecho, el cangrejAl levantaron las manos hacia el suelo y empezaron a pronunciar las palabras prohibidas del gran libro prohibido, "Manual para los buenos modales y la etiqueta en reuniones de «petit comitè» de la Señorita Cthulhu". Una vez pronunciadas, nada sucedió. Los topos se aburrieron soberanamente y se fueron, no sin antes disparar una ráfaga de disparos en dirección a nuestro único ente intradimensional favorito. Las balas atravesaron su cuerpo, creando multitud de orificios con formas geométricas perfectas, como las de un dodecaedro o un corazón.

—Nos han disparado.
—Bueno, técnicamente me han disparado a mí.
—¿Qué más da? Es decir, somos un único ente, creo que ha quedado bastante claro, es la sexta vez que lo decimos.
—¿Y por qué hablamos en líneas de diálogo diferentes?
—Ehm... eso es cosa del autor.
—Autor, ¿tienes algo que explicarnos?

Uy... vaya, creo que me habési pillado. Vale, sí, lo reconozco, Al y cangrejo no se habían convertido en un único ente... En realidad es más parecido a cuando comes una ensalada de pepino, tomate, lechuga y grava, que sientes unos retortijones tan fuertes que proyectas tu condición de ser a un plano superior y trasciendes la realidad a todos los niveles posibles de conocimiento sobrehumano. Y también te entran ganas de ir al baño, a ducharte, concretamente. En efecto, la lechuga me sienta bastante mal, por eso el médico me ha prohibido todo tipo de marisco: cada vez que comía cóctel de gambas me sentaba como una patada en el estómago.

El caso es que Al y cangrejo no eran un único ente: eran un único ante, adornando unos bonitos zapatos marrones de la talla 97. Y como los zapatos no pueden morir, qué más da que les hayan disparado (por todos es conocida la extraordinaria capacidad regenerativa de los zapatos de la talla 97).

Viendo su fructuoso fracaso, los topos decidieron largarse en tropel, cosa que alertó el autobús de dos plantas que había allí dormido, que salió disparado arrollando a nuestro cómico dúo. El contacto del ante con el neumático del autobús hizo aparecer el genio de la lámpara maravillosa, que como no alcanzaba el presupuesto para lámparas, salió de un diamante tallado en forma de cenicero.

—Oh, señor que me ha invocado, dígame cuáles son sus deseos, le concederé todos los que desee.
—¡Sácanos de aquí!
—Dicho y trecho.

De un soplido de magia pura, el genio transportó el zapato izquierdo fuera de la guarida de los topos.

—Oye, genio, que nosotros estamos en el zapato derecho.
—¡Oh, no! El genio lleva puestos unos AirPods™, no nos puede oir.

Mientras el genio bailaba una rumba al ritmo de Chopin, un topo solitario que había por allí los escuchó y se acercó, no sin antes graznar de la emoción.

—¡Chicos, no tenemos mucho tiempo! Rápido, cojed mi mano.

El topo les extendió un tentáculo, que agarraron con fuerza con la solapa del zapato derecho, y notaron como las plumas se le erizaron. Levantando la trompa hacia el techo, se impulsó con sus seis poderosas patas traseras y salieron volando, estámpandose contra el susodicho techo (el susotecho).

—¡Mierda! Se me olvidava que los topos no tienen la capacidad de atravesar materia en estado de agregación sólido.
—¿Y por qué no has usado la trampilla que lleva directamente a la salida, que tiene un cartel que pone "En caso de emergencia o huida, utilíceme" y unas luces de neón con flechas y un sol con gafas de ídem sonriendo?
—Está cerrado por mantenimiento.
—¿Y la trampilla número dos?
—Está obstaculizada.
—¿La cuatro?
—Obstruida.
—¿La cinco quizás?
—¡Buena idea!

Así pues, el topo extendió sus alas y utilizó sus ecolocalizadores para alcanzar la trampilla número cinco justo antes de que el genio explotase en un sinfín de aire antes comprimido y tuercas. 

Arañas en la ciudad

Qué extraño se me hacía oír el sonido del teléfono de nuevo. Ese continuo de pitidos taladrantes cruzando la estancia hasta reverberar en mi cráneo me traen recuerdos… No son recuerdos agradables, nada que quiera volver a visualizar, pero recuerdos al fin y al cabo. Un hombre como yo no puede acallar los ecos del pasado indefinidamente, esconder la cabeza bajo tierra cual avestruz cobarde. No al menos mientras siga con vida.
Me incorporo pesadamente, notando los muelles del sofá quejarse metálicamente al librarles de la pesada carga que es mi espalda, y froto con el índice y el pulgar mis ojos, arrastrando ambos dedos pesadamente hasta recorrer mi tabique y juntar las yemas. La enésima retahíla de pitidos me hace abrir los ojos de par en par e incorporarme prácticamente de un salto, golpeando torpemente la mesita de centro con mi espinilla y haciendo tintinear las botellas de cristal, amenazando con comenzar un efecto dominó de desastrosas consecuencias. Arrastro los pies hasta situarme delante del teléfono y poso la mano sobre el auricular. Respiro hondo. Carraspeo. Cierro los ojos.
—¿Sí?
—Ehm… ¿agencia de detectives Callaghan?
—Callahan
—Sí, Callahan… disculpe. Le llamo del Ministerio de Defensa y Seguridad Ciudadana del Estado de Nueva Foventia. El motivo de mi llamada…
—De acuerdo, allí estaré.
—¿Disculpe?
Vuelvo a dejar el auricular en su sitio, cortando la llamada ante la balbuceante sorpresa de esa comedida y femenina voz.
Me acerco al escritorio sorteando el sofá y la lámparar de pie y cojo la cajetilla de tabaco y el mechero que están entre el teclado y el ratón. Por un segundo mi vista se posa en los documentos desparramados por encima de la mesa, iluminados tenuemente por la luz de la pantalla. Tanto texto, tanta letra, tanta información… para nada. Agarro un cigarro, lo poso entre mis labios, acaricio el filtro de algodón con la punta de la lengua y acerco el mechero, que con un sonoro chasquido muestra una pequeña llama que carboniza las hojas de tabaco incipientes del otro extremo del cigarro. Trago aire. Trago humo.
Toc, toc, toc.
Giro mi cabeza lentamente hacia la puerta. Seguidamente, al reloj de pared. Otra vez a la puerta.
«Veo que las noticias vuelan», mascullo para mis adentros. Agarro del suelo unos pantalones chinos viejos y paso la pierna derecha por la pernera correspondiente, golpeando una vez más la dichosa mesita de centro, repitiendo así el burlón tintineo de botellas.
Toc, toc, toc, toc, toc.
A duras penas acierto con la otra pernera, terminando así de colocarme el pantalón sin casi haber perdido el equilibro. Subo la bragueta, paso el botón por el ojal y respiro, dejando que mi barriga cubra la cintura de la prenda.
Toc, toc…
—¡YA VOY, COÑO!
toc.
Poso el cigarro en el cenicero de la cómoda a la izquierda de la entrada, me planto frente a la puerta reforzada de madera y acero, compruebo que la cadena está echada y abro. Inmediatamente, del otro lado asoman unos dedos que se cierran sobre el canto de la hoja y una mirada sonriente florece de entre la penumbra, buscando ávidamente el contacto visual en el interior de la estancia.
—¿Es usted el señor Callahan? ¿Alejandro Callahan? —su imbécil sonrisa no desaparece ni cuando habla, es insultantemente formal.
—Sí.
—Me envían del Ministerio de De…
—Ya he dicho que allí estaré.
—Me temo, señor, que no podemos pertmitirnos demorar…
De un raudo movimiento mi brazo atraviesa el umbral y, antes de que la espeluznante sonrisa se convierta en una no más agradable mueca, consigo agarrar lo que parecen las solapas de una camisa bastante cara. Aprisiono el cuello de la prenda y retraigo el brazo, inundando de la luz de la habitación la cara de tal irritante lacayo.
—Ya he dicho que allí estaré.
La única respuesta que obtengo es una mirada desesperada en medio de un afeitado y perfumado rostro suplicando terminar ya esta brevísima conversación. Suelto la ropa que mantenía sujeta y vuelvo a dejar el brazo pegado a mi cuerpo. El rostro para nada sonriente se sumió momentáneamente en la oscuridad y resurgió, carraspeando y soltando un escueto «De acuerdo», para acto seguido desaparecer, dejando tras de sí el sonido de unas pesadas y cautelosas pisadas bajando las escaleras con cierta celeridad.
Apoyo mi frente en la puerta, cerrándola con el peso de mi cuerpo y preguntándome si se aceptaría la eutanasia alegando «problemas de Estado».
Me acerco a los ventanales, a través de las persianas semicerradas de los cuales un fulgor anaranjado baña la mitad del suelo del cuarto, reflejándose en el espejo que hay en la pared de mi izquierda y en los vasos a medio vaciar apoltronados sobre la mesita que está bajo el mismo. Percibo por el rabillo del ojo la silueta de un fracasado echado a perder, cabizbajo y con demasiada resaca como para ser amable con las visitas.
«Supongo que nunca es un buen momento para volver a las andadas; aunque mucho me temo que la tediosidad del momento no lo hace inevitable». Me giro en redondo a mi derecha y me obligo a mirar a los ojos a ese deleznable ser, que me devuelve una mirada triste y agotada. «Si me he rendido, ¿por qué sigo aquí?». Con unos pocos pasos nervioso me sitúo frente a la cómoda de la entrada. El cigarro, completamente carbonizado, sigue en la misma exacta posición que hace escasos instantes. «Ah, sí. De la misma manera que existen fuerzas imparables, existen entes inamovibles. ¿Por qué no pude ser de los primeros?». Pensamientos fugaces recorren mi psique, imágenes parpadeantes de lo hecho y lo que debe hacerse.
Sin más preámbulos cojo una camisa rahída que tengo en el fondo del armario, blanca con claros signos de vejez amarillentos en los puños, el cuello y las axilas. O quizás sea simple suciedad; qué más da. Un calcetín, otro calcetín, un zapato, otro zapato. La combinación del pantalón beige con el calzado marrón cuero no será la forma más elegante de vestirse, pero al menos te permite no tener que pensar en nimiedades a la hora de salir de este tugurio apestoso y lleno de humo.
Un último vistazo a mi reflejo para confirmar lo que veo cada día: aún no he muerto del todo.