Eran
las tres de la mañana y era incapaz de vislumbrar silueta alguna a causa de que
las farolas del jardín del hotel hacía rato que estaban apagadas, amén de la
característica neblina que cubría el pueblo cada noche y que era capaz de calar
hasta los huesos. Fruncía el ceño involuntariamente a fin de otear las zonas
más alejadas para encontrarlos a todos. La temperatura era más bien un enemigo
a tener en cuenta, aún estando a inicios de septiembre, pero ataviado con mi
grueso abrigo no iba a rendirme tan pronto.
Cuatro horas antes, justo después de la
opulenta cena del hotel y ten llenos como estábamos mis primos y yo decidimos
hacer algo para conciliar el sueño y no aburrirnos en aquel caserón
decimonónico de Lekunberri, un pequeño y agradable pueblo de Navarra. Éramos
doce, demasiados como para jugar a algún juego de mesa de los que se nos
ofrecían en recepción o sentarnos a hacer algo en la sala de actos. La decisión
de jugar al escondite se decidió por unanimidad de los asistentes, yo incluido,
sin saber la inmensa cantidad de escondrijos y recovecos que nos ofrecía aquel
lugar a la luz de la luna.
A mi se me daba bien encontrar lugares
insospechados e inhóspitos donde descansar por período de diez o quince minutos
hasta que me encontrasen o se rindieran. Pero en aquel momento no era yo el que
descansaba plácidamente entre la maleza del pequeño bosquecillo o tras una
tapia de la pista de tenis. Caminaba cuidando bien cada paso que daba para
evitar emitir ningún ruido que delatase mi presencia. Encontré con pasmosa
facilidad cinco primos al minuto de comenzar mi turno, y otros tres después de
cinco minutos. Pero mi suerte había cambiado y cuando mi reloj marcaba las tres
y cuarto aún quedaban cuatro personas por encontrar. Pasados veinte minutos
casi no notaba mis manos y en la lejanía parecía una locomotora del vaho que
echaba por la boca. Tras el aparcamiento, entre las plantas pude localizar a
otro de mis escurridizos primos. Ya sólo quedaban tres personas, y me parecía
imposible que en ese limitado recinto que eran los jardines del hotel pudieran
esquivarme de esa forma.
Después de cuarenta minutos andando sin
éxito alguno me senté en un banco que había en el pórtico, junto con el resto
que no habían sido capaces de esconderse lo suficiente a mi mirada. Estaba
escudriñando por el oscurísimo horizonte cuando oí algo detrás de mí. Me
levanté de un brinco y fui a ver qué ocasionó el sonido. Vi en el suelo, bajo
un árbol un zapato. Giré el cuello y vi entre las ramas y el follaje la
penetrante mirada de una de mis primas. Los otros dos que restaban también se
habían encaramado a sendos árboles cercanos y me habían estado vigilando los
cuarenta y cinco minutos que duró el dichoso juego.
Desde entonces, siempre que
juego con mis primos al escondite, avizoro detenidamente cada árbol para
comprobar que no estén escondidos allí.
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