jueves, 9 de febrero de 2012

El escondrijo perfecto


     Eran las tres de la mañana y era incapaz de vislumbrar silueta alguna a causa de que las farolas del jardín del hotel hacía rato que estaban apagadas, amén de la característica neblina que cubría el pueblo cada noche y que era capaz de calar hasta los huesos. Fruncía el ceño involuntariamente a fin de otear las zonas más alejadas para encontrarlos a todos. La temperatura era más bien un enemigo a tener en cuenta, aún estando a inicios de septiembre, pero ataviado con mi grueso abrigo no iba a rendirme tan pronto.

     Cuatro horas antes, justo después de la opulenta cena del hotel y ten llenos como estábamos mis primos y yo decidimos hacer algo para conciliar el sueño y no aburrirnos en aquel caserón decimonónico de Lekunberri, un pequeño y agradable pueblo de Navarra. Éramos doce, demasiados como para jugar a algún juego de mesa de los que se nos ofrecían en recepción o sentarnos a hacer algo en la sala de actos. La decisión de jugar al escondite se decidió por unanimidad de los asistentes, yo incluido, sin saber la inmensa cantidad de escondrijos y recovecos que nos ofrecía aquel lugar a la luz de la luna.

     A mi se me daba bien encontrar lugares insospechados e inhóspitos donde descansar por período de diez o quince minutos hasta que me encontrasen o se rindieran. Pero en aquel momento no era yo el que descansaba plácidamente entre la maleza del pequeño bosquecillo o tras una tapia de la pista de tenis. Caminaba cuidando bien cada paso que daba para evitar emitir ningún ruido que delatase mi presencia. Encontré con pasmosa facilidad cinco primos al minuto de comenzar mi turno, y otros tres después de cinco minutos. Pero mi suerte había cambiado y cuando mi reloj marcaba las tres y cuarto aún quedaban cuatro personas por encontrar. Pasados veinte minutos casi no notaba mis manos y en la lejanía parecía una locomotora del vaho que echaba por la boca. Tras el aparcamiento, entre las plantas pude localizar a otro de mis escurridizos primos. Ya sólo quedaban tres personas, y me parecía imposible que en ese limitado recinto que eran los jardines del hotel pudieran esquivarme de esa forma.

     Después de cuarenta minutos andando sin éxito alguno me senté en un banco que había en el pórtico, junto con el resto que no habían sido capaces de esconderse lo suficiente a mi mirada. Estaba escudriñando por el oscurísimo horizonte cuando oí algo detrás de mí. Me levanté de un brinco y fui a ver qué ocasionó el sonido. Vi en el suelo, bajo un árbol un zapato. Giré el cuello y vi entre las ramas y el follaje la penetrante mirada de una de mis primas. Los otros dos que restaban también se habían encaramado a sendos árboles cercanos y me habían estado vigilando los cuarenta y cinco minutos que duró el dichoso juego.

     Desde entonces, siempre que juego con mis primos al escondite, avizoro detenidamente cada árbol para comprobar que no estén escondidos allí.

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