lunes, 9 de abril de 2012

La guerra de los cubiles

     Realmente hace mucho tiempo, cuando las alimañas correteaban felices sin temer nada y los peces salían a pasear tranquilamente por las montañas había dos islas dejadas de la mano de Dios, en una guerra constante por el control de los mares colindantes. Cada isla estaba controlada por un clan: por un lado, la isla que estaba más al oeste, llamada Curda; por el otro, la que estaba más al este, llamada Dídimo. Ambas eran enemigas desde tiempos antediluvianos, más que nada porque aún no habían llegado al Gran Diluvio, también llamado Noah's Joke, pero esa es otra historia. En ambos ambientes isleños, la población estaba compuesta básicamente por conejos, muchos conejos, de los que corretean por el mar mientras las sardinas pasean por el monte; conejos de todo tipo: altos, bajos, blancos, marrones, con topos, a rayas... En definitiva, de todo tipo. Pero no confundamos los términos, dado que había una característica que los agrupaba en dos clanes, correspondientes a las dos islas: Los habitantes de Curda tenían la particularidad de que estaban hechos básicamente de chocolate. Sí, en efecto, chocolate. No hace falta mencionar las elevadas tasas de canibalismo que esto suponía. Por contra, los habitantes de Dídimo no estaban hechos de chocolate, al contrario: eran de carne y hueso. La particularidad que a estos correspondía no era otra más que la de su carácter ovíparo. Sí, has oído bien, estoy hablando de conejos que nacían de huevos. Y una vez descritas las dos tribus, será mejor comenzar la historia que me trae hoy por aquí, que no es otra que la famosa leyenda conejil que se oye por todas partes, quizás demasiado distorsionada, aunque fue el motivo que les llevó a la guerra constante...

     Los conejos curdianos eran básicamente famoso por sus reposterías: Incluso se seccionaban partes de su propio cuerpo para dar más sabor a sus reconocidísimos pasteles y tartas, y añadían el sirope que les fluía por las venas. Pero un buen día, para dolor de todos los habitantes de la isla, se quedaron sin materia prima, unos precioso huevos que eran puestos por bellas aves de colores vivos y cánticos angelicales, dado un hecho bastante curioso y que es conveniente comentar: Los curdianos se alimentaban básicamente de sus creaciones de chocolate y azúcar, por lo que su digestión era más bien accidentada, dando como resultado unas deposiciones más bien pastelosas, deshechas y quizás algo líquidas. Pronto, el océano que rodeaba la isla fue obteniendo un degradado terroso muy negativo para el turismo, hasta alcanzar tal punto que sólo los mismo habitantes de la isla se atrevían a seguir viviendo en ella. Claro, sin huevos con los que cocinar, tuvieron que urdir un plan digno de un estratega de mente privilegiada: Ir hasta la otra isla sin ser detectados y robar todos los huevos que pudieran. Esta maquiavélica treta dio unos resultados asombrosos, pero por poco tiempo; los conejos didímicos se acabaron dando cuenta, principalmente por la caída en picado de sus tasas de natalidad. Muy enfadados con la tribu vecina, se dispusieron a elaborar su propia estratagema, que se detalla a continuación: Inocular con un poderoso veneno diversos huevos repartidos por toda la isla. Los resultados fueron los esperados, pero con ciertos problemas técnicos...

     En efecto, aunque los desesperados conejos de chocolate de la isla Curda seguían robando huevos de Dídimo, morían cada vez a mayor velocidad, ya que, obviamente, todos los platos de repostería resultaban envenenados. No obstante, y dado la gran limitación intelectual que caracterizaba los conejos ovíparos, no eran capaces de distinguir los huevos envenenados de los que no lo estaban; al quebrar el cascarón de los nonatos en los huevos solían salir efluvios extremadamente tóxicos, producto del veneno introducido. Tuvieron que deshacerse de una importantísima remesa de huevos para mantener la integridad física de los habitantes. En un alarde de asombrosa ocurrencia, a alguien se le ocurrió pintar de color vistosos todos los huevos, pero siguiendo un patrón, bastante abstracto y demasiado complejo como para ser explicado aquí. De esta forma, estaban seguros de que el huevo que incubaban era seguro y los que se llevaban eran tóxicos. Así, prosperó los conejos de la isla de Dídimo, mientras que los de Curda rozaban la extinción.

     Y por increíble que parezca, he de decir que ambas tribus prosperaron, convirtiéndose en famosísimas civilizaciones borradas del mapa el día que a alguien se le ocurrió crear al ser humano. En efecto, los humanos convirtieron estas leyendas en tradiciones milenarias, inventándose su propio origen y celebrando en su lugar fantásticas fiestas para celebrar la primavera. Pero aún se conservan los nombres de las islas: Se dice que algunos humanos realizan estas celebraciones con curdas a diestra y siniestra, mientras que otros lamentan la falta de sus dídimos y por ello se dedican a buscar los ya fosilizados huevos perdidos coloreados.

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