miércoles, 23 de agosto de 2017

Reflexiones de una vida vacía

Mira cómo caen las hojas de los árboles. Esas hojas rojas, marrones, amarillas. Despojos marchitos de lo que tiempo atrás fueron, de lo que pudieron haber sido. La naturaleza es así: macabra, ruin, tirana. Uno no puede evitar sentir pena de lo que sucede. Y aunque sea algo inevitable, los sentimientos siguen ahí, recordándole a uno el final que le aguarda a todos por igual, ya sea un hombre, una mujer o, simplemente, una triste e inofensiva hoja colgando de la rama de un cedro. Todo ello muy descorazonador... pero llego tarde.

Aparto la vista de la ventana y me pongo a recoger los apuntes esparcidos por el escritorio. El examen es en menos de media hora; no sé si podré llegar a tiempo. Desayuno lo primero que encuentro, lo que acostumbro a desayunar cada mañana: un vaso de leche y un par de galletas mal masticadas. Con el estómago aún protestando, voy directo al baño, a lavarme la cara, a cepillarme los dientes, a peinarme... Levanto la vista y lo veo. Unos ojos color café, enrojecidos y adormilados. Y más allá, una profunda mirada de cansancio, traída desde lo más recóndito del alma de un pobre pusilánime que no aspira más allá de lo que cree poder conseguir. Una mirada que invade tu ser, que te intenta decir algo. Esa mirada, tan típica de mi otro yo del espejo, siempre me atrapa, siempre consigue absorberme. Asquerosa mirada. Cómo te odio. ¡Llego tarde!

Corro por entre los viandantes, esquivando mochilas, carteras y bolsos, aquí y allá, personas sin rostro, libros cerrados que nunca leeré. Maldita sea, debería estar repasando para el examen, no reflexionando sobre la vida de otros. ¿Qué me pasa? Cruzo en rojo, esquivo una moto de milagro, me recoloco las asideras de mi mochila sobre mis hombros, sigo la estela de otros estudiantes. Allí está Jorge, allí Damián, allí Lucía, allí... bueno, mucha más gente. ¿Qué más da? Saludo rápido al conserje, los escalones de dos en dos, demasiada gente en el pasillo. La puerta, allí está, por fin, ya llego, el examen, deprisa, me quedo sin aire.

Fuera se está levantando un gran vendaval. No tiene pinta de que vaya a llover, pero el cielo está nublado a más no poder. Pobres ilusos, allí abajo, ataviados con sus gabardinas y sus fulares, intentando en vano combatir el viento mientras van de bocanada en bocanada de aire, implorando un par de minutos más de su insulsa vida. Y mientras tanto, yo estoy aquí, sentado, calentito, paladeando todo el tiempo del que dispongo para terminar el examen, disfrutando de la relajación que supone el poder malgastar algo de tiempo. Horas y horas estudiando día y noche, desde hace semanas, ¿para qué? Un examen en el que sacaré la mejor nota. Otra vez. Como siempre. ¿Para qué? La mejor nota, de nuevo. Ha perdido todo su significado. ¿Para qué? Maldito yo, deja de pensar en esas cosas, me voy a acabar poniendo malo. Piensa en otras cosas. Otras cosas, otras cosas... Ahí está... ¿cómo se llamaba? ¿Laura? Bueno, la que siempre saca malas notas; las peores, a decir verdad. Siempre anda con ojos enrojecidos y adormilados, acompañados de una profunda mirada de cansancio. Si no ha sido una fiesta en alguna discoteca, ha sido un polvo con su noviete, y si no, alguna borrachera con sus amigas. Siempre de aquí a allá, eludiendo responsabilidades. Qué vergüenza. Espero que lo haya disfrutado, pues lo que es el examen, una vez más, pasará sin pena ni gloria a engrosar la lista de cosas que está tirando a la basura. La verdad, me siento orgulloso de mí mismo. Mi lista de cosas que estoy tirando a la basura está vacía, y así seguirá mucho tiempo. Tengo muchos años por delante, puedo esperar para salir con amigos, para tener novia, para perder el tiempo en chorradas.

Otra hoja ha caído. El examen ha ido bien, y ya me puedo olvidar de él. Ahora mi cabeza está habitada por absurdas ideas que me embargan desde esta mañana. Qué rabia. Mi cerebro parece dispuesto a mantenerse pensando esas tonterías todo el día. Tengo cosas que hacer, ¿sabes?

Otra hoja más. Cómo pasa el tiempo.

¿Qué más me da a mí? Tengo tiempo de sobra. Toda la tarde para comenzar a preparar el próximo examen, dos semanas por delante para estudiármelo a fondo y un par de horas más para hacerlo. Y luego otra vez. Y otra. Y otra.

Mira cómo caen las hojas. El aire las mece en su caída, acompañándolas mientras danzan, alegres por desprenderse de las ataduras que las han mantenido cautivas todo el verano. En el suelo se arremolinan, van de aquí a allá, juegan entre ellas. Es un espectáculo digno de admirar, hecho para ser visto. El otoño es una metáfora. Una metáfora de que todo acaba y vuelve a empezar. Se va una época, entra otra. Igual que las hojas que caen. Una vez. Una tras otra. Y de nuevo. Y otra. Y otra. Y otra. Todas igual que la anterior.

¿Por qué no cambiar?

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