lunes, 24 de junio de 2019

Arañas en la ciudad

Qué extraño se me hacía oír el sonido del teléfono de nuevo. Ese continuo de pitidos taladrantes cruzando la estancia hasta reverberar en mi cráneo me traen recuerdos… No son recuerdos agradables, nada que quiera volver a visualizar, pero recuerdos al fin y al cabo. Un hombre como yo no puede acallar los ecos del pasado indefinidamente, esconder la cabeza bajo tierra cual avestruz cobarde. No al menos mientras siga con vida.
Me incorporo pesadamente, notando los muelles del sofá quejarse metálicamente al librarles de la pesada carga que es mi espalda, y froto con el índice y el pulgar mis ojos, arrastrando ambos dedos pesadamente hasta recorrer mi tabique y juntar las yemas. La enésima retahíla de pitidos me hace abrir los ojos de par en par e incorporarme prácticamente de un salto, golpeando torpemente la mesita de centro con mi espinilla y haciendo tintinear las botellas de cristal, amenazando con comenzar un efecto dominó de desastrosas consecuencias. Arrastro los pies hasta situarme delante del teléfono y poso la mano sobre el auricular. Respiro hondo. Carraspeo. Cierro los ojos.
—¿Sí?
—Ehm… ¿agencia de detectives Callaghan?
—Callahan
—Sí, Callahan… disculpe. Le llamo del Ministerio de Defensa y Seguridad Ciudadana del Estado de Nueva Foventia. El motivo de mi llamada…
—De acuerdo, allí estaré.
—¿Disculpe?
Vuelvo a dejar el auricular en su sitio, cortando la llamada ante la balbuceante sorpresa de esa comedida y femenina voz.
Me acerco al escritorio sorteando el sofá y la lámparar de pie y cojo la cajetilla de tabaco y el mechero que están entre el teclado y el ratón. Por un segundo mi vista se posa en los documentos desparramados por encima de la mesa, iluminados tenuemente por la luz de la pantalla. Tanto texto, tanta letra, tanta información… para nada. Agarro un cigarro, lo poso entre mis labios, acaricio el filtro de algodón con la punta de la lengua y acerco el mechero, que con un sonoro chasquido muestra una pequeña llama que carboniza las hojas de tabaco incipientes del otro extremo del cigarro. Trago aire. Trago humo.
Toc, toc, toc.
Giro mi cabeza lentamente hacia la puerta. Seguidamente, al reloj de pared. Otra vez a la puerta.
«Veo que las noticias vuelan», mascullo para mis adentros. Agarro del suelo unos pantalones chinos viejos y paso la pierna derecha por la pernera correspondiente, golpeando una vez más la dichosa mesita de centro, repitiendo así el burlón tintineo de botellas.
Toc, toc, toc, toc, toc.
A duras penas acierto con la otra pernera, terminando así de colocarme el pantalón sin casi haber perdido el equilibro. Subo la bragueta, paso el botón por el ojal y respiro, dejando que mi barriga cubra la cintura de la prenda.
Toc, toc…
—¡YA VOY, COÑO!
toc.
Poso el cigarro en el cenicero de la cómoda a la izquierda de la entrada, me planto frente a la puerta reforzada de madera y acero, compruebo que la cadena está echada y abro. Inmediatamente, del otro lado asoman unos dedos que se cierran sobre el canto de la hoja y una mirada sonriente florece de entre la penumbra, buscando ávidamente el contacto visual en el interior de la estancia.
—¿Es usted el señor Callahan? ¿Alejandro Callahan? —su imbécil sonrisa no desaparece ni cuando habla, es insultantemente formal.
—Sí.
—Me envían del Ministerio de De…
—Ya he dicho que allí estaré.
—Me temo, señor, que no podemos pertmitirnos demorar…
De un raudo movimiento mi brazo atraviesa el umbral y, antes de que la espeluznante sonrisa se convierta en una no más agradable mueca, consigo agarrar lo que parecen las solapas de una camisa bastante cara. Aprisiono el cuello de la prenda y retraigo el brazo, inundando de la luz de la habitación la cara de tal irritante lacayo.
—Ya he dicho que allí estaré.
La única respuesta que obtengo es una mirada desesperada en medio de un afeitado y perfumado rostro suplicando terminar ya esta brevísima conversación. Suelto la ropa que mantenía sujeta y vuelvo a dejar el brazo pegado a mi cuerpo. El rostro para nada sonriente se sumió momentáneamente en la oscuridad y resurgió, carraspeando y soltando un escueto «De acuerdo», para acto seguido desaparecer, dejando tras de sí el sonido de unas pesadas y cautelosas pisadas bajando las escaleras con cierta celeridad.
Apoyo mi frente en la puerta, cerrándola con el peso de mi cuerpo y preguntándome si se aceptaría la eutanasia alegando «problemas de Estado».
Me acerco a los ventanales, a través de las persianas semicerradas de los cuales un fulgor anaranjado baña la mitad del suelo del cuarto, reflejándose en el espejo que hay en la pared de mi izquierda y en los vasos a medio vaciar apoltronados sobre la mesita que está bajo el mismo. Percibo por el rabillo del ojo la silueta de un fracasado echado a perder, cabizbajo y con demasiada resaca como para ser amable con las visitas.
«Supongo que nunca es un buen momento para volver a las andadas; aunque mucho me temo que la tediosidad del momento no lo hace inevitable». Me giro en redondo a mi derecha y me obligo a mirar a los ojos a ese deleznable ser, que me devuelve una mirada triste y agotada. «Si me he rendido, ¿por qué sigo aquí?». Con unos pocos pasos nervioso me sitúo frente a la cómoda de la entrada. El cigarro, completamente carbonizado, sigue en la misma exacta posición que hace escasos instantes. «Ah, sí. De la misma manera que existen fuerzas imparables, existen entes inamovibles. ¿Por qué no pude ser de los primeros?». Pensamientos fugaces recorren mi psique, imágenes parpadeantes de lo hecho y lo que debe hacerse.
Sin más preámbulos cojo una camisa rahída que tengo en el fondo del armario, blanca con claros signos de vejez amarillentos en los puños, el cuello y las axilas. O quizás sea simple suciedad; qué más da. Un calcetín, otro calcetín, un zapato, otro zapato. La combinación del pantalón beige con el calzado marrón cuero no será la forma más elegante de vestirse, pero al menos te permite no tener que pensar en nimiedades a la hora de salir de este tugurio apestoso y lleno de humo.
Un último vistazo a mi reflejo para confirmar lo que veo cada día: aún no he muerto del todo.

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